lunes, 13 de julio de 2009

Verde, que te quiero verde

Hace poco me preguntaron cuál era mi color favorito y la respuesta fue casi directa: verde, es el verde, contesté en una.

Sé que no es una pregunta muy novedosa, es mas un lugar común cuando empiezas a conocer a alguien; sin embargo fue la primera vez que la otra persona me preguntó el por qué, y fue la primera vez que le di vueltas al asunto.

Porque me gusta la selva, le contesté.

Ah sí, y qué partes de la selva conoces?, me repreguntaron, y yo casi me quedé muda.

Recordé que de la selva conozco muy poco. Más alla que no he pasado de visitar 3 zonas de la selva central, no puedo contar ni aseverar que conozco la zona. Recuerdo que desde chica siempre quise viajar a la selva. Además de parecerme exótica, tan lejana, casi inentendible y enigmática, la selva siempre me significó parte de mi origen. Mi abuelito querido llegó a Lima cuando tenía apenas 13 años, dejó su Luya natal y recorriendo Bagua, Cajamarca y Chiclayo, llegó finalmente al centro de Lima, a asentarse exactamente al costado del entonces nuevo Parque Universitario.

Desde muy chica la historia de la migración de mi abuelo me marcó, él vino desde su pueblo a la misma edad en la que yo empezaba a conocer su historia y a escucharla con atención. Mi abuelo tenía mucha facilidad para contar historias: tenía una picardía nata, un super sentido del humor y una capacidad muy curiosa para recordar olores, colores, situaciones, suscesos que ante la mirada de cualquiera podrían parecer insignificantes, pero él los contaba con una convicción tal que terminaban siendo muy importantes para quienes lo escuchaban. Yo aprendí a contar historias de esa manera, dando saltos en el tiempo, mezclando fechas, nombres, lugares, porque lo que a él más le importaban -y luego a mí también- eran los sucesos, los procesos, los detalles, "la carnecita" de las historias... y sus historias tenían mucho de ello.

Las historias que me acompañaron durante la infancia estaban teñidas de verde selva... la montaña, los demonios del monte, los animales, los silencios, las pausas de la selva eran elementos recurrentes en esas historias. Fue así como desde pequeña empecé a tener curiosidad, respeto y cariño por lo relacionado a la Amazonía, y conforme fui creciendo me fue acompañando la idea de conocer de dónde provenía mi abuelo, y con eso, empezar a entender mis orígenes.

En mis pocas visitas a la selva central de mi país me he sentido más libre, más YO que nunca. Todo me hace sentir mejor, el espacio decorado con montañas llenas de árboles en distintos tonos de verde en vez de cerros con piedras grises, donde los ruidos en las ciudades van al ritmo de los ronroneos de las motos en vez de los gritos de los combistas, donde el plátano acompaña todas las comidas en vez del plano arroz blanco, donde las gotas de lluvia refrescan en vez de dar frío, donde la gente habla cantando en vez de gritando, donde todos sonríen sinceramente, y yo también.


Pero eso no es conocer, me digo a mis adentros, para conocer tienes que estar, que convivir, que permanecer e ir al ritmo de las comunidades de aquí.

Lo cierto es que lo vengo pensando hace bastante tiempo y quizá ya sea el momento de terminar de tomar la decisión. Necesito ir a mis orígenes, a la Luya de mi abuelo y ver si también tiene algo de mi. Terminar de definir si lo que siento por la selva es meramente utópico o si puedo afrontarlo como una realidad, quizá no perenne pero si por una temporada.

Será Luya? no lo sé, pero quiero descubrirlo pronto.



jueves, 2 de julio de 2009

Volver . . .

"Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno.

Son las mismas que alumbraron
con su pálido reflejo
hondas horas del dolor
y aunque no quise el regreso,
siempre se vuelve al primer amor."

Estrella Morente - VOLVER

Alguna vez oí que no hay que volver al lugar donde se fue feliz... ¿y qué hay de los lugares dónde no se fue tan feliz, dónde costó tanto hallarse, dónde dolió tanto el proceso de encajar y no encajar?

Lo escribo y lo vuelvo a leer: suena una locura... ¿volver al lugar donde se fue, en suma de cuentas, infeliz? No parece tener sentido lógico. Sin embargo, yo decidí volver. Y finalmente cuando lo hice, creo que fue lo mejor que pude hacer.



Estos dos últimos fines de semana retomé los pasos que recorrí el pasado 1ero de marzo cuando, junto a un amor no correspondido, con 2 maletas y una bolsa llena de cachivaches, me alejé de una ciudad sureña en la que, hasta ese entonces creía, yo había sido muy infeliz durante los 8 meses que permanecí allí.

Recuerdo bien que cada vez que podía me escapaba de mi enclave sureño y volvía a casa, a mi zona segura por excelencia, escapando una y otra vez de las tensiones, de los malos ratos, de los sinsabores que aquel ambiente cotidiano me ofrecía una y otra vez.
Y es curioso porque, una vez más, el tiempo y la lejanía me han hecho caer en cuenta que no era necesariamente así.

En efecto, mis responsabilidades no eran poca cosa, el ambiente no era el más óptimo, pero yo sabía por qué había ido allí.
Yo sabía que quería y que debía apostar por el cambio social, que esa era mi tarea, y que ese enfoque era el que debía mantener desde el incio hasta el final del proyecto. Tenía un claro y voluntario compromiso con las comunidades con las que trabajaba, que se iba reafirmando día tras día. Yo sabía que había ido a quedarme, pese a que a los pocos días de mi llegada casi todo el mundo quería lo contrario...

Sea como fuere, era muy consciente de todo esto, me armé de valor y asumí el reto. Tenía 24 años, hartas ganas de trabajar dejando todo en la cancha, además de 2 años de experiencia laboral y la tarea clara y explícita de liderar un proceso de fortalecimiento de capacidades para más de 2 mil familias damnificadas. Pero pese a mis denodados esfuerzos e intentos por dar la talla, con mis jefes y con mi equipo, debo reconocer que no fui lo suficientemente fuerte ni consecuente al asumir el reto, por lo que pronto sucumbí a las presiones y me quedé con la falta de confianza inicial de mis jefes, antes que con el apoyo y el reconocimiento de la gente con la que trabajaba diariamente.

Me confundí, perdí la brujula, y dejé que la negatividad se apoderara de mi. Me agobié, me entristecí y estuve muchas veces al borde de tirar la toalla... Es más, recuerdo que el día en que partí estaba ansiosísima por irme y salí casi corriendo del lugar, de mi oficina, de mi cuarto, de mi ciudad sureña tan amada, tan odiada. Sólo pude despedirme de algunos, me hubiera encantado tomarme el tiempo necesario y despedirme de cada una de las 80 comunidades en las que trabajamos en ese lapso de tiempo... pero no pude.

Y volví al que creí era mi hogar, con esperanzas de renovarme, de reasentarme en la ciudad que me vio nacer; pero mientras eso ocurría sentía que algo me faltaba...

Es cierto, cuando salí de la ciudad sureña, parte del trabajo estaba culminado, pero faltaban los últimos -y no por eso menos importantes- toques de la obra. Conforme iban pasando los días, las semanas y los meses; y conforme mis ex-compañeros de trabajo me comentaban lo avances y retrocesos que se iban durante mi ausencia, me propuse volver.

Era una tarde de inicios del mes de Junio cuando, luego de casi un año de nuestra primera conversación, tuve la oportunidad de hablar nuevamente con El Chaparro, uno de los miembros de mi entonces equipo, uno en los que más confié tanto por las capacidades como por las potencialidades que veía en él, y con el que -coincidentemente- tuve más conflictos y rencillas generadas. Lo saludé, él me saludó, y fue genial darme cuenta que después de todo, ni yo tenía esa pose agobiante y tirante, ni el tenía ya -aparentemente- ninguna rencilla conmigo. Le pedí el favor que me informara cuándo sería la inaguración de la obra, él prometió hacerlo y finalmente cumplió.

Fue así como regresé a donde no debí partir, o al menos no de esa manera tan drástica y desarraigante. Fueron dos sábados en los que recorrí barrios que no me eran ajenos, rutas que me eran muy conocidas; dos sábados llenos de reencuentros, de abrazos sentidos, de reconocimientos; dos tardes llenas de sonrisas, de recuerdos gratos, de simpatía y buen humor.

Y fui feliz. Muy feliz de darme cuenta que todos los pasos que di, acertados algunos, desatinados los otros, valieron la pena. Porque cada decisión tomada, buena o mala, co-ayudó a que la obra finalmente se pudiera presentar. Es cierto, el merito es totalmente compartido, pero hubieron momentos en los que, por el agobio, ni yo misma me daba el crédito de lo que mi pequeño aporte significó para la tarea mayor. Y lo mejor de todo es que esta vez no lo reconoció ningún jefe ni mis compañeros de trabajo, sino las familias que se vieron de una manera u otra beneficiadas con el trabajo que como equipo desempeñamos.

Y fue así que volví a mi primer amor laboral... que muy parecido a mis demás amores, fue intenso, pasional, tormentoso, agobiante, a veces asfixiante y sobre todo muy desgastante, pero al final de cuentas extremadamente gratificante; del cuál tengo lecciones profesionales y de vida invaluables y que espero seguir asimilando y compartiendo.


Me es inevitable hablar de este tema y no recordar "Volver", la película de Almodovar. Aquí les dejo la canción, interpretada por la gran Estrella Morante.